
Jonas Brother y Keane se presentarán en la Feria de Irapuato
CIUDAD DE MÉXICO, 21 de abril de 2020. – Al caer en Mérida el avión que tripulaba, Pedro Infante cruzó el espacio hacia la inmortalidad, aunque quizá la leyenda comenzó a tejerse desde el momento mismo en que sedujo a millones de mexicanos con sus canciones, películas y presentaciones, pero sobre todo, con su bonhomía.
Este es el recuento de sus últimos años en Mérida, Yucatán, lugar donde vivió apaciblemente y en el que sus recuerdos perduran como si hubiese partido ayer.
Prohibida su reproducción. Entrevistas a familiares, amigos y testigos de la tragedia, conforman este trabajo periodístico, que se publicó originalmente en la Revista de México/ Gentesur.
El reportaje se enriqueció con imágenes, muchas de ellas inéditas, del fotógrafo Héctor García, quien acudió de inmediato al lugar del accidente de su amigo Pedro, al que acompañó en su trayecto de vuelta a la ciudad de México.
El pasado miércoles se conmemoraron los 63 años de su muerte, y por vez primera, debido a la emergencia provocada por la pandemia del coronavirus, fue suspendido el homenaje de familiares, amigos y seguidores, encabezado por Lupita Infante Torrentera, con el que tradicionalmente se le recuerda, frente a su tumba en el panteón jardín de la Ciudad de México. Don Rubén Canto Sosa, propietario de la casa donde se estrelló el avión de Pedro Infante.
UNA DE LAS HÉLICES DEL AVIÓN DE PEDRO.
Como uno de sus más preciados tesoros, don Rubén Canto Sosa, propietario de la casa donde se estrelló el avión de Pedro Infante, guardaba una de las hélices de la aeronave accidentada. Para don Rubén —fallecido en 2009—, la figura del ídolo se había convertido en una imagen familiar muy querida y aún se le recuerda con respeto y cariño.
El aire cálido de la mañana de marzo que golpea nuestros rostros y alza el cabello hasta pegarlo firmemente a las orejas mientras enfilamos sin tráfico rumbo al aeropuerto de Mérida, con las ventanillas abiertas, no debe ser distinto al de aquel amanecer del 15 de abril de 1957.
Y en este momento, creo percibir a Pedro Infante surcando a gran velocidad el asfalto de la entonces calle Aviación, poco transitada y con largos predios rústicos que conformaban hace más de medio siglo los suburbios citadinos.
Lo imagino vestido con pantalón caqui, chamarra corta de aviador y lentes Ray-Ban oscuros, a bordo de su poderosa Harley Davison, color rojo, para recorrer en pocos minutos los casi 3 kilómetros que separan su casa, en Itzaes 587, del aeródromo meridense. Está en pie desde las 5 de la mañana y tiene premura de volver a la ciudad de México.
* * * * * * *
Mientras aprieta firmemente con las piernas el chasis de su motocicleta y la vibración de los vigorosos caballos de fuerza del motor se transmiten desde sus manos que empuñan el manubrio, hasta su espina dorsal, piensa que en la capital le aguarda una larga y agotadora jornada. Ya ha recibido, desde temprana hora, la visita de una joven mujer mestiza, de aspecto humilde, que en la banqueta esperó se encendieran las primeras luces de su casa y a que Trinidad Romero, su trabajadora doméstica, le abriese el discreto portón de largos tubos metálicos beige y la hiciera pasar hasta el vestíbulo.
Aún sin desayunar —luego de escuchar un angustioso relato de la humilde muchacha—, de su bolsa extrae un pequeño fajo y toma un billete de 500 pesos que ella recibe emocionada, agradecida. Lo colma de bendiciones. “Cómprale las medicinas a tu hijo y espero que se alivie. Ahí cuando regrese, me dices cómo sigue”, le dice con gesto preocupado, no muy habitual en él. La ansiedad no es su característica.
Por eso, cuando el velocímetro de su Harley rebasa las 70 millas, acercándolo velozmente al campo aéreo, la adrenalina que surca sus arterias, lo hace de nuevo fuerte, lo libera momentáneamente y le despoja por un corto lapso del recelo persistente desde el día anterior, por lo que intuye afrontará en términos legales en pocas horas, una vez en la ciudad de México.
Y ese mismo golpe del aire sobre nuestros rostros, y esos paisajes antaño poblados por hierbas, arbustos y algunos árboles y palmas, hoy transformados en edificaciones habitacionales o comercios —luego de más de media centuria de desarrollo poblacional—, me llevan a recrear también su corta estadía en el hangar de Transportes Aéreos Mexicanos (TAMSA), flanqueado por su apoderado y hombre de todas las confianzas, Ruperto Prado Pérez.
Él le sigue el paso, acompañado por uno de los funcionarios de la compañía aeronáutica hasta el enorme avión carguero XA—KUN, un Hércules Liberator Vultee B24J de cuatro motores y doble timón de cola, que durante algunos años había servido al ejército de Estados Unidos.
La aeronave está cargada casi hasta el límite de su capacidad, con varias toneladas de pescado —que por la cuaresma serán distribuidas en los mercados de la ciudad de México—, telas, otros productos perecederos, además de 2 perros, un loro y un mono, que obsequiará a su llegada.
Como se trata de un vuelo sin escalas, los tanques se han llenado a toda su capacidad y la nave de 17 toneladas y casi 34 metros de envergadura, a las 7:35 de la mañana, está lista para iniciar su despegue.
Continúa leyendo Quadratín México
¿Quieres recibir la información más relevante del
día en tu celular?
Sólo dale clic al siguiente enlace CELULAR QUADRATÍN y envía la palabra ALTA