
Libros de ayer y hoy
No lo podíamos creer, los gritos se escuchaban hasta la Cuarta Avenida. Estaban como enloquecidos. Se gritaban hasta lo que no. Sacaron todo sus trapos sucios al sol. Se exhibieron, no tuvieron compasión. Y tan educaditos que parecían. Mire nomás, lo que provoca una herencia.
Lo juro: yo no estaba en el chisme. Barría mi tramo de calle como de costumbre. Con los aironazos la basura se acumula: bolsas y bolsas de plástico por todos lados, hojas de los árboles resecas, restos que dejan los tianguistas del jueves, cacas y cacas de los perros. Si no barre una, ya estaríamos sepultados con tanta basura. Pregúntales a Goya y Angelita, ellas también barrían el frente de su casa.
La bronca empezó por el Cuñao, el marido de ella, a la que le dicen La Infeliz. Desde siempre se supo que el muchacho era de malas mañas. Flaco, tilico y etílico, no le alcanza para el vicio y pues le busca a ver de dónde y eso complica la vida con los otros miembros de la casa.
Cuñados y cuñadas han resentido la actividad del Cuñao. Para las fiestas ya de plano escogieron un cuarto para que los invitados guarden sus pertenencias porque el Cuñao esculca bolsos y carteras mientras los demás le dan con fe a la comida y al guarachazo. En bautizos, cumpleaños, aniversarios, el hombre se despachaba con la cuchara grande, todos se quejaban en corto, pero en público nadie decía esta boca es mía. Y él, tan campante y tan acomedido: con tal de beber de gorra, ai lo verá viaje tras viaje a la tienda de Nini para comprar las caguamas.
Ojalá fuera sólo el Cuñao. También los chiquillos se fueron haciendo mala maña y salían de las fiestas con los bolsillos repletos de juguetes ajenos. La Infeliz se daba cuenta pero tampoco era para decirles que dejaran lo ajeno y les jalara las orejas, o que les llamara la atención aunque fuera de dientes pa’fuera.
Pero ya sabes: ni mal que dure 100 años, ni pentonto que los soporte. Eso sí, ay de aquel que abriera la bocota y dijera que el esposo o los hijos de La Infeliz son de garras grandes: se paraba de uñas, nunca ocultó su indignación, gritaba, pataleaba, quería desgreñar al hablador, que me lo diga en mi cara, pocos huevos, infame, acusar así a mis pequeños, que poca madre; pero hay un dios, un Dios que es grande y juzga y condena…
Y había que calmarla a La Infeliz para no engordarle el caldo de víctima y luego fueran a dar todos a la delegación.
Pero ahí tiene usted que uno de los hermanos anduvo de migrante y volvió para instalarse en los cuartos que sus papás le permitieron construir. Ya no encontró su departamento vacío. Lo ocupaba La Infeliz. Se lo prestó la otra hermana que lo recibió en préstamo, chantajeada por La Infeliz. Debía irse a Miami a trabajar pero debía cuidar unos días a los ancianos. Yo cubro tus días pero déjame ocupar el departamento del hermano. Pero si no es mío, alegó ella, ni me lo quiso vender puesto que aún los padres ancianos viven y aún no definen su voluntad en cuanto al reparto de sus bienes entre los hijos.
La Infeliz esgrimió qué le era difícil bajar del tercer piso a la planta baja donde los ancianos vivían y que era conveniente que ella se mudara al segundo piso, aunque fuera en préstamo. El acuerdo fue positivo pero La Infeliz era clara con sus amigas en cuanto ocupó el sitio anhelado: de aquí soy y chingo a mi madre si me mueven. Sí mana, no te nos vayas apendejar, le aconsejaban.