Descomplicado
Federalismo complaciente
De las discusiones políticas más agrias y añejas es la de distribución de los recursos fiscales entre el gobierno federal, los estados de la república y los municipios.
En la historia moderna de México, son muy pocas las ocasiones en las que se han logrado acuerdos para establecer claramente las atribuciones en materia fiscal, no como impuestos sino entendida como ingreso y gasto, que se traduzca en bienestar para los ciudadanos y no en el control económico, social y político del presupuesto para beneficio del régimen en turno.
A pesar de las tensiones políticas o de la elevada representatividad democrática y del impulso extraordinario para resolver la desigualdad socioeconómica que representa, ningún mandatario mexicano ha emprendido una reforma estructural en materia de federalismo fiscal, y no se ve que la Cuarta Transformación se le acerque más allá de un discurso.
Presionado por la historia, más que por vocación democrática, en 1925 el presidente Plutarco Elías Calles llevó a cabo la primera Convención Nacional Fiscal (CNF) que buscó delimitar los espacios de recaudación entre los tres niveles de gobierno. Era un tema obligado porque ese año el Banco de México inició operaciones y se pondría en circulación el mítico billete de 5 pesos con la imagen de una atractiva gitana, que se decía era la amante de Mario J. Pani, entonces secretario de Hacienda. El billete fue tan popular que circuló hasta finales de la década de los setenta.
En 1933 se realizó la segunda CNF, que tampoco tuvo éxito pero que fijó elementos que daban fuerza al gobierno federal, y en 1947 se convocó a la tercera CNF, donde se puso de relieve que el régimen de coincidencias tributarias perjudicaba la autonomía de los estados y municipios, por lo que se acordaron convenios entre la Federación y las entidades federativas para imponer uniformidad en el sistema impositivo.
Sería hasta finales de los años setenta, con la cuarta CNF cuando se promulgó la Ley de Coordinación Fiscal (LCF) en la que los estados aceptaron el sistema de participaciones y la coordinación fiscal que, con algunos ajustes, sigue vigente y es la madre de todas las disputas sobre la asignación diferenciada de recursos federales desde el centro a los estados.
En la década de los ochenta, el Federalismo Fiscal cobró importancia al poner en operación el Sistema Nacional de Coordinación Fiscal que otorgó al gobierno federal la administración de los impuestos de base amplia, como el ISR, IEPS y el IVA, entre otros, cuya recaudación representa el 80 por ciento de los ingresos de los estados de la república y que son el objeto del deseo presupuestal.
Para romper el centralismo presidencial, los gobernadores, mediante la CONAGO, han intentado cambiar la estructura federalista pero el resultado siempre ha derivado en la imposición de más reglas al uso de las transferencias y en la disminución de las atribuciones asignativas para los estados de la república.
Bajo esa estructura, es el gobierno federal quien recauda y concentra alrededor del 95 por ciento de todos los gravámenes del país y deja el 5 por ciento restante a los gobiernos estatales y municipales, pero éstos al ser tan opacos y perezosos en el cobro de impuestos con los que fácilmente podrían desahogar su penurias, prefieren depender de las participaciones fiscales con lo que han fortalecido la perversidad antidemocrática de las decisiones presidenciales.
Como resultado, el federalismo fiscal se ha convertido en un sistema de transferencias intergubernamentales que van del gobierno federal a las entidades federativas para cubrir su ineficacia y sus vicios recaudadores; así, el gobierno federal reparte el pastel económico del país de acuerdo con sus intereses, sus filias y sus fobias, pero también favorece la concentración del ingreso en algunas regiones, mientras profundiza la desigualdad social y la pobreza en el país.
Modificar esa estructura significaría iniciar una reforma fiscal integral que, no necesariamente representa subir impuestos sino cumplir con los principios constitucionales de la progresividad en los ingresos y la equidad en los gastos que, aunque parece simple, es políticamente riesgoso porque al desmantelar esquemas de desigualdad social, promueve la democracia.
De cara a la crisis derivada de la pandemia del COVID-19, los gobernadores de Jalisco, Nuevo León, Tamaulipas, Chihuahua, Michoacán, Coahuila, Querétaro, Guanajuato y Sonora han insistido en un reparto justo de los ingresos fiscales federales, tema que el Presidente López Obrador aceptó revisar, aunque dijo que ahora no es el momento por la pandemia y pidió a los gobernadores apretarse el cinturón para obtener más recursos porque “a final de cuentas el dinero del presupuesto es dinero del pueblo, es de todos”.
Esas palabras muestran que la crisis del federalismo radica en los privilegios del Ejecutivo, de los que no se separará porque, al tiempo que centraliza recursos y decisiones, promueve la descoordinación de los gobernadores mediante el privilegio de expedir normas y crear organizaciones nacionales que finalmente lo favorecen e impiden el equilibrio de la república.
De cara a la realidad que nos impone la etapa poscoronavirus, resulta inminente el debate sobre el federalismo, pero con el compromiso de resolver también los perversos criterios del ejercicio y control del poder en México.
@lusacevedop