Al pie de la tragedia, con lágrimas ennegrecidas por las cenizas que aún revuelan tras la explosión, la gente hace lo obvio: busca a su familiar desaparecido. Es difícil. Si está entre los heridos seguro fue trasladado a algún hospital donde, con suerte, pudo decir su nombre o llevaba consigo alguna identificación que no se carbonizó; si está entre los muertos tendrá que esperar a que los peritos levanten e identifiquen las osamentas blanqueadas por el fuego o las interminables partes de cadáveres irreconocibles.

Del otro lado, desde las redes sociales por ejemplo, la distancia favorece la crítica inhumana y cobarde que sólo los cretinos pueden verter. Pero vamos por partes. Primero. Sí, los cientos de personas apostadas al margen del borbotón del ducto de gasolina para robar el combustible no sólo eran delincuentes e ignorantes al trasgredir la frontera de la ley sin ninguna clase de entendimiento, también –y principalmente- eran esclavos de un fenómeno social que difícilmente aceptamos en lo personal.

El fenómeno es simple. Consiste en reconocer que las cosas no están bien y, como no hay manera ni intención de que mejoren, al menos hay que dejarnos seducir por el lucro de sacar ventaja de las fallas. Es una especie de temeraria marrullería, de sacar ventaja ilegal o inmoral de las circunstancias enviciadas, de creernos suficientemente astutos como para torcer la necesidad por utilidad. Porque, ¿quién podría culpar a aquellos que obtienen su beneficio de entre los despojos de las indecentes riquezas de los corruptos o de entre los desperdicios de la ineptitud institucional?

Y esa condición –enfermedad, dirían los moralistas- no es exclusiva de alguna clase social. Si crece en la abundancia deviene en la incesante búsqueda de ventajas desde el privilegio y el poder; mas, si emerge en la pobreza, se consolida como una inmoral y codiciosa subsistencia. Ese es, por ejemplo, el verdadero genoma de los charios y fifís, el ADN que comparten la mafia del poder y el pueblo bueno.

En la crónica del reportero Israel Lorenzana para Siete24.mx, al pie de los restos que dejó la explosión de la fuga de combustible en Tlahuelilpan, Hidalgo, una joven esposa visiblemente afectada contesta con una dolorosa honestidad e ignorancia al reportero. Pide que el gobierno y la gente se pongan de lado de los huachicoleros; que su esposo “salió a trabajar”; y que la culpa la tiene el presidente, por subir arbitrariamente el precio de la gasolina.

Irreflexiva, la mujer llama trabajo al delito (o al agandalle, por lo menos), para ella la ambición es de los demás pero no la propia o la de su marido quien se deleitaba hasta antes de ser abrasado por las llamas; y, sin embargo, en algo tiene razón: Hay que ponerse del lado de los huachicoleros. Pero no por el crimen, sino por la ignorancia. Porque en el fondo, el cáncer de la sociedad mexicana radica en la estúpida búsqueda de lo correcto y lo justo a través del privilegio y la comodidad; porque siempre hay una intención profunda de ganancia, ventaja o superioridad pero no de reencontrarnos con el orden, la templanza o la austeridad; de obtener pingüe provecho del caos aunque en ello nos vaya la cordura, la vida o el alma.

Víctimas del egoísmo marrullero, ninguna señal de alerta parece ser suficiente para evitarnos más desastres o tragedias. Mientras, la pequeña vida convencional continúa su curso, ignorando lo más posible, acallándolos con sorna y jactancia, aquellos cambios que son imprescindibles para provocar la verdadera transformación que requerimos.

@monroyfelipe