
Libros de ayer y hoy
Todos sabemos que el Estadio Azteca es la catedral del futbol mexicano. Por eso, desde niños nos hace ilusión conocer ese recinto sagrado donde Pelé y Maradona alcanzaron la gloria. En mi caso, fue el 6 de noviembre de 1996 la primera vez que me senté en esa grada. Primera fase de la eliminatoria rumbo a la Copa del Mundo de Francia 1998. Una noche inolvidable.
El marco, perfecto. Tribuna llena, a un triunfo de asegurar el pase al hexagonal final de la Concacaf y junto a mí, el hombre que me inculcó el amor por el futbol: mi padre. El Tricolor de Bora Milutinovic no era precisamente espectacular, pero estaba plagado de nombres que imponían. Y entre todos ellos, destacaba el brillo de uno.
La primera vez que grité un gol en el Azteca aún vive en la memoria y en la piel, que vibra siempre al recordarlo. Fuera del área, México apretó y robó la pelota. Benjamín Galindo la tomó y con esa técnica que le caracterizaba como jugador, pareció no patear, sino acariciar la redonda para pedirle gentilmente que se anidara en el poste más lejano. “Por eso le dicen el ‘Maestro’. ¿Viste que clase?”, dijo mi padre.
Golazo que abrió el camino de la victoria: 3-1 sobre Honduras. En la cancha, es simplemente el futbolista más técnico que haya visto. Lo suyo era tocar, tocar y tocar. Antes de tener la pelota en los pies, ya había dibujado en su mente al menos dos opciones de qué hacer con ella. Siempre estaba listo para darle a la redonda el trato que merece.
Lo mismo le pegaba de izquierda que de derecha, algo muy pocas veces visto hoy en día. Lo que hacía en la cancha es suficiente para ganarse el mote que le ha acompañado por gran parte de su vida. Ese con el que lo bautizara don Rafael Almaraz, la voz del Estadio Jalisco y que le quedó como dicen en mi barrio: que ni mandado a hacer.
Pero es fuera del campo donde se conoce su verdadera maestría. Y no es que lo del césped sea poca cosa, todo lo contrario. Benjamín Galindo, el ser humano que deja huella entre la gente que le conoce. El periodismo ha dado oportunidad de tratarle para entender que su humildad es legítima, no de pose como la de otras personas. Nunca habla del crack que fue. No presume esa calidad que lo hizo un futbolista distinto.
Es un caballero en toda la extensión de la palabra. Hace 15 años, como técnico de Chivas, guardó la compostura cuando La Bombonera se volvió una locura. Mientras la afición de Boca Juniors ardía en busca de venganza luego de que el Guadalajara dejara a los argentinos fuera de la Copa Libertadores, el “Maestro” era todo respeto: “La gente se desesperó… a pesar de que nos gritaban cosas, al final nos trataron bien”.
No suele perder la paciencia. Está abierto a escuchar. En su hablar es fácil encontrar sabiduría, de futbol o de la vida. Es quizá todo eso que tiene fuera del campo lo que lo hace estar más allá del bien y del mal. Tal vez sea esa la razón para que alguien que nunca ocultó su afición por Atlas pueda ser tan amado y respetado por los seguidores de Chivas.
Y eso, por increíble que parezca, es aún más grande que su brillantísimo juego. Para ponerlo en términos simples: si el futbolista es “Maestro”, seguramente el ser humano tiene doctorado. Por eso hoy que atraviesa por una situación difícil de salud, son muchas las voces que se unen para apoyarlo. Desde aquí, sólo queda orar y confiar en que el guerrero que siempre ha sido, saldrá de esta y, de manera personal, agradecerle por aquel regalo que entregó sin saber: mi primer grito de gol en el Azteca. Fuerza, “Maestro”.