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Libros de ayer y hoy
No era figura en ese equipo, pero sí alguien muy apreciado por el vestidor. En todo ese Torneo Clausura, apenas jugó un partido de Liga. En definitiva, los reflectores estaban apartados de él. Vaya, ni siquiera formó parte de la convocatoria de Chivas en aquella mágica fecha: domingo 28 de mayo de 2017. Y a pesar de eso, Miguel Basulto dejó en la cancha de la casa rojiblanca una de las escenas que más recuerdo de la Final frente a Tigres.
Este jueves se cumplen ya tres años del más reciente título del Rebaño Sagrado. Podría servir la ocasión para escribir sobre Luis Enrique Santander, pero para qué desgastarse explicando lo que marcó en ese momento, si pocos están dispuestos a razonar lo sucedido. También se podría hablar sobre la fantástica historia de Matías Almeyda.
Se podrían revivir los goles de Alan Pulido en la Ida y Vuelta de la Final. O resaltar el extraordinario aporte de Rodolfo Pizarro, quien regresó de una lesión justo a tiempo para jugar la parte más importante de la Liguilla. También se podría aplaudir el ímpetu de Carlos Salcido, el veterano capitán que contagió a todos con la ilusión de cumplir su sueño: ser campeón con Chivas.
Pero no. Eso lo vimos todos y vive por siempre en la memoria colectiva. Hoy prefiero hablar de otra cosa. Tras el silbatazo final del hoy polémico árbitro, todo ocurrió muy rápido. Un efusivo abrazo. Lágrimas. Los últimos teclazos para enviar la crónica. Y una rápida carrera para bajar de la tribuna de prensa al túnel que da entrada a la cancha.
Las imágenes ahí vistas son eternas. El lesionado Conejito Brizuela, víctima de una patada carnicera, cargado en hombros por sus compañeros. Almeyda celebrando con sus padres que vinieron de Argentina para ver el momento cumbre de su estancia en este país. El llanto del Chapo Sánchez, un ejemplo de perseverancia. Rodolfo Cota tirado boca abajo en el pasto, envuelto en lágrimas. Carlos Salcido contando hasta tres para levantar la Copa. Jorge Vergara, que en paz descanse, abrazando a su hijo en lo que fue su último título de Liga…
Cada uno de esos momentos eriza la piel con sólo recordarlos. Pero la imagen que tengo más grabada es otra. El Abuelo Miguel Basulto esperó pacientemente su turno de tener la copa en las manos. No tuvo la oportunidad de disputarla en el campo. Vestía la camiseta rojiblanca que celebraba el título. Y corría “solo” por la cancha, sin compañeros, únicamente rodeado de cámaras.
Lo que gritaba dice mucho sobre lo que Chivas significa: “¡Viva México, viva México, carajo!”. Y se enchina la piel porque aquel mediocampista necesitó muy pocas palabras para expresar el sentimiento que en ese momento envolvía a millones de aficionados, orgullosos de que su Rebaño Sagrado volviera a ser el equipo más ganador de la Liga MX.
Cada título del Guadalajara es una demostración de que el mexicano puede. ¿Hay algo que nos pueda hacer sentir más orgullosos? El nacido en esta tierra es capaz no sólo de competir, sino de ganar. En una Liga plagada de extranjeros, Chivas se paró frente a la nómina más costosa del país y, más allá de cualquier polémica, fue mejor sobre la cancha en 180 minutos.
Por eso, cada vez que el Rebaño Sagrado levanta un trofeo, se refuerza ese símbolo de identidad que une a millones de aficionados. El orgullo sale a flote y se renueva la fe en nosotros mismos. Fue así como Miguel Basulto, inesperadamente, dejó en el césped una de las imágenes que nunca se borrarán de aquel domingo, porque le recordó a cualquier despistado lo que sostiene la grandeza de este club: Chivas es México.
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