
Visión Financiera
Buen acuerdo, ¿para quién?
El gobierno mexicano anunció con entusiasmo que, tras una llamada de 40 minutos entre la presidenta Claudia Sheinbaum y su homólogo estadounidense, Donald Trump, se logró frenar —por ahora— la entrada en vigor de nuevos aranceles del 30 por ciento. Sin embargo, la narrativa oficial omite un detalle importante: los aranceles ya vigentes no solo se mantienen, sino que siguen representando un castigo severo para sectores clave de nuestra economía.
Actualmente, las exportaciones mexicanas de acero, aluminio y cobre enfrentan aranceles del 50 por ciento, mientras que los productos vinculados a la industria automotriz, así como algunos relacionados con el combate al fentanilo, tienen un gravamen del 25 por ciento. Estos porcentajes no fueron eliminados ni reducidos. Solo se evitó —temporalmente— que el castigo aumentara. Llamarle a eso un buen acuerdo es, en el mejor de los casos, ingenuo. En el peor, es una forma de maquillar una realidad preocupante.
Estados Unidos utiliza los aranceles como palanca de presión política, y México, en lugar de asumir una postura firme y estratégica, parece agradecer que el castigo no haya sido peor. Esa lógica del mal menor no puede ser la base de una política comercial seria. Mientras tanto, sectores productivos enteros están absorbiendo los costos de una relación cada vez más desequilibrada.
El daño no es solo económico: también es simbólico. Un Gobierno que celebra la postergación de un golpe sin enfrentar los que ya están en curso, transmite debilidad. La defensa de los intereses nacionales no se mide por lo que se evitó, sino por lo que se logró corregir. Y en este caso, no se corrigió nada. No hubo recuperación, ni restitución, ni alivio para los exportadores mexicanos.
Además, el mensaje es claro para la clase empresarial mexicana: las reglas del juego pueden cambiar en cualquier momento, y nuestro gobierno no necesariamente intervendrá con contundencia. En lugar de brindar certidumbre, se apuesta por relaciones personales entre mandatarios, cuando lo que se necesita son garantías estructurales dentro del marco del T-MEC y los acuerdos multilaterales.
La industria automotriz, una de las más importantes del país, enfrenta un panorama de incertidumbre. El arancel del 25 por ciento encarece sus exportaciones y amenaza su posición frente a competidores globales. Lo mismo ocurre con el acero y el aluminio, insumos estratégicos para la infraestructura y la manufactura. ¿Cuánto tiempo más podrán las empresas absorber estos sobrecostos sin trasladarlos al empleo o al consumidor?.
Aceptar estas condiciones como si fueran inevitables es peligroso. Es renunciar a negociar desde la fuerza de la razón y los tratados firmados. México no es una economía menor ni una nación sin peso geopolítico. Tiene con qué defenderse, pero no lo hará si su estrategia se limita a gestionar crisis en vez de anticiparlas y confrontarlas con firmeza.
Hoy más que nunca, se necesita claridad y valentía. Los aranceles vigentes no son sostenibles, y mucho menos deben ser normalizados. El buen acuerdo del que presume el gobierno es, en realidad, una pausa frágil y costosa. Un verdadero logro será cuando se reviertan los gravámenes ya impuestos, no cuando se aplace su agravamiento. Mientras eso no ocurra, el daño sigue, y el acuerdo es solo un espejismo.