
Tortas para los tragones
El eco mortal del aplauso
El asesinato de los cinco integrantes del Grupo Fugitivo, ocurrido en Reynosa, Tamaulipas, no es solo una noticia más en el mar de tragedias que cada semana sacude al país. Es una advertencia, una postal cruel de lo que significa vivir —y cantar— en un México donde la música puede convertirse en sentencia. Los cuerpos calcinados de estos jóvenes músicos fueron hallados días después de haber sido reportados como desaparecidos. Lo que en otro contexto sería un caso criminal, aquí toma el tono de una escena dantesca que duele, que indigna y que obliga a reflexionar.
Grupo Fugitivo era una agrupación que, como muchas otras, se movía en el terreno de la música regional mexicana. En sus letras, como en tantas más, había coqueteo con el estilo del corrido alterado, una variante que ha crecido a la sombra del poder del narco y que ha terminado por normalizar su presencia en el lenguaje, en los códigos y en los escenarios de esta industria. No se trataba de criminales, eran músicos. Pero en ciertas zonas del país, cantar ciertos temas puede interpretarse como alinearse con un bando. Y en territorios donde no hay ley, esa lectura puede costarte la vida.
Hasta ahora, las autoridades han detenido a presuntos integrantes del Cártel del Golfo, pero el daño ya está hecho. La escena es tan dolorosa como reveladora: cuerpos calcinados, jóvenes desaparecidos, familias en duelo y un silencio que pesa más que cualquier acorde. La pregunta no es solo quién los mató, sino por qué vivimos en un país donde esto sigue ocurriendo, donde la música dejó de ser solo expresión y se volvió terreno de disputa, frontera de sangre.
No es la primera vez que pasa. Artistas locales han sido amenazados, silenciados o asesinados en distintos estados por lo que cantan o por a quién cantan. El corrido, como género, nació para contar historias del pueblo, de la resistencia, del conflicto. Pero en los últimos años, esa tradición se ha deformado al grado de convertir a algunos músicos en cronistas involuntarios del crimen organizado. Entre el entretenimiento y la apología, la línea es cada vez más delgada, y más peligrosa.
Esto no justifica lo ocurrido. Ninguna letra, por provocadora que sea, merece ser castigada con el fuego. El asesinato del Grupo Fugitivo no es solo un crimen, es un mensaje siniestro: que el arte también puede ser censurado a balazos, que la cultura puede ser vigilada por quienes imponen el miedo. Lo verdaderamente aterrador es que ya ni siquiera hace falta que un cantante mencione a un capo por su nombre; basta con la sospecha, con el estilo, con el rumor.
Urge que el Estado recupere su papel como garante de libertades, no solo en el discurso, sino en los hechos. Los músicos deben poder subirse a un escenario sin temer por su vida, y las familias no deberían vivir con la angustia de que un hijo que canta puede no regresar a casa. La impunidad con que operan los grupos delictivos no solo amenaza a los cuerpos de seguridad, también aplasta a la cultura, a los jóvenes, a los sueños.
También es momento de que la industria musical se mire al espejo. ¿Qué estamos cantando?, ¿por qué lo estamos haciendo?, ¿y qué consecuencias tiene eso en un país herido? No se trata de imponer censura ni de criminalizar géneros, sino de abrir un debate urgente sobre las responsabilidades que implica crear y difundir arte en medio de la barbarie.
El crimen del Grupo Fugitivo no puede quedar en el olvido. Duele por su brutalidad, pero duele más por lo que representa. Porque en sus acordes desafinados por la violencia, escuchamos el grito de un país donde hacer música se volvió un riesgo. Y donde el silencio, cada vez más, empieza a sonar como protección.