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GUADALAJARA, Jal., 14 de octubre de 2018.- Como una gaviota que vuela y cae velozmente al agua en busca de su alimento, así se sumerge Brayan Ramírez a las costas del Pacífico desde que tiene 12 años. Entre su niñez y adolescencia comenzó a desafiar al peligro y aprendió a disfrutar el néctar de la adrenalina.
En tres segundos experimenta el viaje de cualquier pájaro marino desde las nubes hasta el agua. En un abrir y cerrar de ojos, él se enfrenta al viento, al mar impredecible, a un acantilado filoso… y al miedo.
El joven, que ahora tiene 21 años, desciende desde La Quebrada, de Acapulco, a 28 metros de altura, maniobrado la distancia con el salto del avión, o conocido también como el vuelo del cisne, con los brazos extendidos como si fuesen las alas de un ave, hasta sumergirse de cabeza a las azuladas y calientes aguas que alcanzan los cuatro metros de profundidad, con suelo de rocas.
Así como lo hizo su padre, la vida se la juega por pasión y por entretener al publico que abarrota las escalinatas de La Quebrada para apreciar el espectáculo de los clavadistas, una tradición que comenzó hace más de ocho décadas.
Brayan pertenece a la segunda generación de su familia que realiza saltos en el afamado acantilado del estado de Guerrero, ubicado a cuatro horas, en carro, de la Ciudad de México.
“Heredé la valentía de mi papá, un día yo me sentí orgulloso de él, ahora él me admira también”, comenta a Quadratín. Brayan aprendió, de niño, lo bueno y lo malo del oficio de las enseñanzas de sus compañeros más experimentados y de los veteranos que ya se retiraron de la práctica.
En las clases se aprende a percibir cuál es el momento idóneo para el salto, que es cuando la ola pasa por el lugar donde se quiere terminar el clavado, a no precipitarse, entrar en el agua de forma suave y disfrutar la elaboración de sus movimientos.
Como cualquier otro deporte, para ser clavadista se necesita disciplina, responsabilidad y constancia.
“De lunes a viernes practicamos y recibimos entrenamiento durante tres horas. Para el acondicionamiento físico y técnicas para saltar se dedican 60 minutos a cada una”.
Saber nadar es tan primordial como tener resistencia física. Desde 1934, luego de la Revolución Mexicana, los clavadistas hicieron de La Quebrada su templo y convirtieron los saltos en un atractivo para la ciudad de Acapulco tan importante como sus playas.
La tradición comenzó como un reto de valentía entre pescadores de la zona hasta convertirse en lo que es en la actualidad; un referente para turistas mexicanos y extranjeros.
Un total de 58 personas pertenecen a la Asociación Clavadistas Profesionales de la Quebrada de Acapulco, pero solo 28 de ellos, en edades entre los ocho y los 35 años, están activos y son quienes se turnan para realizar los cinco espectáculos que se ofrecen los 365 días del año, sin excepción de alguna fecha.
Dentro de la agrupación existen jerarquías: están los aprendices, noveles, expertos y veteranos, éstos últimos son quienes caen al vacío del punto máximo de salto, a 35 metros de altura.
Cuando el espectáculo está a punto de comenzar, Brayan y sus cinco compañeros, trepan el acantilado de 45 metros sin arnés ni protección.
Además de clavadistas también son escaladores profesionales. Suben por las hendiduras rocosas, descalzos y solo cubiertos por un diminuto bañador.
En ese momento los espectadores comienzan a grabar la osadía, sintiendo nerviosismo.
Al llegar a la cima, los hombres y también mujeres que están a punto de saltar al vacío ondean la bandera mexicana para luego rezarle rápidamente en una pequeña capilla azul a la Virgen de Guadalupe, a quien le piden protección antes de cada clavado.
Si el cálculo les sale mal, las lesiones que los acechan pueden obligarlos a retirase de la práctica, tímpanos perforados, antebrazos fracturados o problemas en el cuello y la espalda o la más común, desprendimiento de retina; la vista de los clavadistas se degrada como la de los pelícanos que, a fuerza de lanzarse al agua, se quedan ciegos hasta al estrellarse contra las rocas.