Las variaciones del clima y la actividad antropogénica han sido los principales promotores de la erosión y la desertificación de los suelos, un fenómeno alarmante que no conoce fronteras, niveles de desarrollo o vocación de los predios afectados.
Hasta dos cuartas partes del suelo en el planeta se encuentran en proceso de desertificación, que es el proceso de degradación de suelos áridos, semi áridos y subhúmedos, mientras que el 70 por ciento de la superficie agrícola mundial enfrenta un deterioro severo, de acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
En México, el 45.2 por ciento de la superficie nacional se ve afectada por la desertificación, ya que cada año 400 mil hectáreas de bosques y selvas padecen la presión del crecimiento de la zona productora de alimentos, la explotación de los recursos forestales y la instalación de desarrollos habitacionales.
Las condiciones en Michoacán no presentan una notable mejoría: de cinco millones 911 mil 847 hectáreas que ocupa el estado, según el Inventario Forestal y de Suelos 2014, tres millones 596 mil 206 hectáreas son ocupadas por bosques y selvas, el 60.83 por ciento del territorio; sin embargo, 260 mil 973.42 hectáreas registran procesos de erosión de moderada a grave.
El impacto de la desertificación y la erosión comprende la sedimentación de los cuerpos de agua, como se observa en el lago de Pátzcuaro, donde también se observan procesos de eutroficación que generan la pérdida de profundidad; disminución de la capacidad de los suelos para captar y recargar agua pluvial; pérdida de la productividad de los predios, y disminución de la biodioversidad.
Estos fenómenos se traducen no sólo en daños a los ecosistemas, sino riesgo para las poblaciones humanas, a causa de la reducción en la producción de alimentos, el encarecimiento de los satisfactores primarios, la menor disponibilidad de agua y una mayor migración del medio rural al urbano, con el subsecuente abandono del campo y el crecimiento desordenado de las ciudades.