Teresa Gil
Como inamovible consigna, se dice que el fin de los populistas se resuelve entre la desgracia y el drama y, con frecuencia, en ambos. En una historia todavía inconclusa, están los casos actuales de Donald Trump y Boris Johnson, en EU e Inglaterra, respectivamente. Las revelaciones sobre la conducta del americano el día de los incidentes en el Capitolio, proporcionadas por una joven asesora de la Casa Blanca son comprometedoras al extremo de pensar que su destino fatal será la cárcel, no el regreso a la presidencia.
Mientras, Johnson tuvo que anunciar su renuncia irrevocable a primer ministro. La rebelión de sus propios correligionarios y miembros de su gobierno volvieron insostenible su liderazgo. Abusos, errores y mentiras lo hundieron. En su momento no sólo fue muy popular, sino que pudo ampliar considerablemente la mayoría de su partido en el parlamento. A él más que nadie se debe que Inglaterra resolviera abandonar la Unión Europea, decisión que a la luz de las consecuencias lo menos que se puede decir es que fue desastrosa.
En perspectiva y por sus insuficiencias personales, resulta increíble que gobernaran. Ganaron el poder por la vía del voto y los resultados de sus gobiernos lejos están de ejemplares. Su arribo al poder se explica por el desprestigio de la política convencional. Supieron cultivar el sentimiento de abandono que mucha gente sentía, especialmente la globalización. Como suele suceder en los populismos de los países desarrollados, su sustento fueron el nacionalismo frente a la amenaza del extranjero, es decir, la inmigración ilegal que los despojaba de oportunidades, y un orden supranacional que, en su perspectiva, conspiraba contra el interés nacional.
La nota columna en Quadratín Yucatán