
Libros de ayer y hoy
GUADALAJARA, A¿Jal., 5 de febrero de 2017.-.- El abuelo murió rodeado por algunos miembros de su familia. La misma familia que le sobajó, pateó el culo y ridiculizó durante la mañana –la misma de aquel día cuando murió– por haberse cagado en las sábanas blancas recién cambiadas, todavía aromatizadas por el suavizante de telas.
Ellos, sus hijos, no se acuerdan; al menos eso dicen. El abuelo era diabético y lo dializaban, pero se movía como un chaval por la cuadra, sobre todo cuando, alejado de las miradas policiacas de sus hijos, se escabullía a los puestos de fritangas, aquellas que “tenía prohibidas”.
El abuelo no era pobre; no sufría por medicinas, vestido o comida. A diario, sentado por largas horas en la cocina, esperaba ansioso que alguien se animara a escuchar un poco de sus historias. El día que murió platicó sobre su infancia; recordó a sus padres –aquellos que le ataban las manos y colgaban del tejado durante horas para que escarmentara ante su desobediencia; habló acerca de cómo conoció a la abuela, “la más sangrona y guapa de la cuadra”; pero sobre todo, lastimero, rememoró sobre lo difícil que es ser viejo, al menos en la familia que él formó: depender de alguien, carecer de voz y voto, que te pierdan el respeto y, sobre todo, someterse al desquite por todos aquellos errores que tuvo en su vida.
El abuelo murió como Jimi Hendrix, ahogado en su guácara, como un chingón rockero. El abuelo cometió quizá uno de los más grandes errores sociales de la época contemporánea: envejecer. Un día antes de su muerte el abuelo se declaró harto y, sin alterarse, anunció su deseo de morir.
Todos se lo recriminaron. Nadie entendió su sincero anhelo. Se le cumplió pronto. El abuelo murió por la noche: vomitó, lo regañaron y le mencionaron lo inútil que era: “Ni siquiera puede hacer sus cochinadas en el baño”, le gritaban. Sintió nauseas nuevamente, pero no pudo sacarlo –quizá se aguantó para no ser nuevamente reprendido.
El abuelo murió con los ojos abiertos, regañado, la mirada perdida, rodeado de algunos miembros de su estirpe. Ellos, sus hijos, no se acuerdan –eso dicen– y pues a mí nada más me lo contaron. Seguro el abuelo cometió muchos errores; sin duda, el más grande: llegar a viejo. Envejecer en una sociedad que, ya dijo Carlos Monsiváis, no discrimina, excepto a los pobres, los homosexuales, las prostitutas, los indios, las mujeres, los ancianos y todos aquellos que se arriben a la mente del lector.